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domingo, 6 de abril de 2014

SIGO RE EDITANDO...


EL QUIEBRE DEL SILENCIO

Esa noche demoró más de la cuenta en dormirse. Pensó que el estrés acumulado durante el día había  logrado alterar la habitual facilidad para conciliar el sueño de la que había disfrutado desde niño, pero analizando los acontecimientos destacados que había sobrellevado con soltura durante la última jornada, no consiguió descubrir algo particular que lograra perturbarlo fuera de lo cotidiano. Pese a ello percibía una inquietud muy inusual circulando por su interior, como si se hallase en el preámbulo de algo sumamente angustiante que estaba a punto de devenir. Recurrió entonces a los somníferos que su última novia había dejado olvidados en su mesa de noche -luego de abandonarlo para siempre- tras una violenta discusión. Afortunadamente las pastillas le hicieron efecto. Logró dormir profundo y de un tirón.

Se despertó sobresaltado presintiendo que llegaría tarde a la oficina. Su cronómetro mental le advertía que había pasado de largo el aviso de su reloj despertador programado a las siete en punto. Siempre se había destacado por su puntualidad y no quería empañar sin motivo válido su impecable foja de servicios. Saltó de la cama sin comprobar la magnitud de su retraso, corroborando lo que temía por la gran luminosidad que advertía tras las hendijas de la ventana. Se dio una ducha rápida, se vistió sin más demora y se dirigió a la calle sin siquiera beber una taza de café.

Lo primero que le llamó la atención fue la inusitada inmediatez con la que el ascensor respondió a su demanda. Habitualmente debía insistir varias veces hasta lograrlo, ganándole de mano a sus vecinos. La quietud y el silencio extremos que lo golpearon al salir a la calle no hicieron más que aumentar su desconcierto. No se encontró -como siempre- con la portera baldeando la vereda ni con el kiosquero de al lado tarareando alguna canción pegadiza. No advirtió ningún automóvil precipitándose hacia el boulevard, ni ningún escolar apurando el paso hacia el colegio. No distinguió ningún movimiento en todo el perímetro que alcanzaba a ver desde la esquina. Agudizó los oídos y ni siquiera lograba percibir el acostumbrado piar de los pájaros, inquietos  entre los árboles.

Mientras caminaba hacia la parada del colectivo –ya sin la premura con que había iniciado su recorrido- observaba con asombro que nadie, ningún ser vivo daba señales de sonido o movimiento, no solo en su calle, sino tampoco en la próxima…ni en la siguiente ni en la de la vuelta...ni en la avenida...Nadie. Ni un perro. Ni siquiera un ave cruzando el cielo.

Extrañamente, todos los negocios, las casas, los edificios, los autos, se hallaban como recién abiertos, como si la rutina diaria –y la vida- se hubiesen interrumpido apenas un instante antes que él despertara. Comprobó, incluso, que algunos autos abandonados en medio de de la calle tenían aún las llaves de encendido colocadas y los motores tibios, como si recién hubiesen dejado  de andar.

Entró a una farmacia cuyo cartel de abierto se hallaba a la vista, presto a recibir a los clientes más madrugadores. Nadie. Ni el farmacéutico, ni algún comprador. Solo un paquetito con medicamentos a medio envolver sobre el mostrador y unos billetes como a punto de sellar el pago.

Dio unas fuertes palmadas esperanzadas, aguardando que alguien respondiera desde el interior de la oficina anexa, pero fue inútil, como también resultaron infructuosos sus sucesivos intentos en los demás comercios de la cercanía. Hasta el bar de su amigo Maxi lucía desierto. Varias mesas mostraban signos de haber estado ocupadas hasta no hace mucho: el aromático café todavía humeante, las medialunas crujientes a medio morder, los diarios del día desplegados como si estuvieran aún siendo leídos. 

El televisor encendido mostraba la vista estática del escritorio del presentador del noticiero matinal: la silla vacía, los papeles ordenados sobre el tablero, como si recién los hubiesen alistado. Buscó el control remoto del televisor del otro lado de la barra. Intentó con otros canales. Los que a esa hora usualmente tenían programación en vivo presentaban los mismos síntomas de abandono repentino. En el resto, la clásica lluvia de transmisión interrumpida.

Totalmente superado por los extraños hechos que estaba experimentando, se dejó caer sobre la silla más cercana intentando esclarecer sus pensamientos, que no encontraban explicación lógica para justificar algo tan inconcebible. Recordó que llevaba su celular y comenzó a marcar, desesperado, uno a uno los números de sus contactos, empezando por los más cercanos. Absolutamente nadie contestó a sus llamadas. Probó una comunicación por internet y no pudo realizarla. Aparentemente las conexiones estaban interrumpidas.

Sus manos temblorosas aflojaron el nudo de su corbata que en ese momento parecía ahogarlo. Sus latidos a mil le iban acentuando el palpitar de las venas del cuello, provocando que un agudo dolor de cabeza comenzara a torturarlo al punto de hacerle rogar por una aspirina. Retrocedió hasta la farmacia y tratando de no desordenar demasiado las estanterías –su acostumbrado puntillismo no había desaparecido aún de su inconsciente- consiguió al rato los comprimidos que buscaba.

Poco a poco su cabeza se iba recomponiendo mientras continuaba caminando en forma irreflexiva, dejando que sus pasos se guiaran por el azar, sin rumbo definido, con la casi nula expectativa de encontrar en algún inesperado rincón de la ciudad, algún otro pobre sobreviviente que se hallara como él, sumergido en su propio mar de confusiones. No fue así. Pasaron horas y horas y con nadie se topó. Estaban vacías la casa de su hermano y las de sus otros conocidos. También su oficina y los sitios que acostumbraba frecuentar. Habían desaparecido hasta los peces de la fuente en la que solía detenerse cada tarde.

Sumamente angustiado, decidió extender su desesperada búsqueda más allá de la ciudad. Tal vez el alcance de las misteriosas desapariciones se circunscribiera a los cascos urbanos, quizás en la zona rural alguien o algo hubiese sobrevivido. Sin más dilaciones eligió uno de los tantos vehículos que se hallaban diseminados por las calles con sus puertas abiertas y las llaves de encendido bien dispuestas. Avanzó raudamente en medio de aquel paisaje antes tan suyo, aunque ahora bien distinto: desconcertante y silencioso, inexplicablemente quieto y deshabitado. Enorme y vacío…como el hueco que le retorcía las entrañas.

Mientras avanzaba por los caminos rurales, comprobando que la repentina vacuidad de todo cuanto antes se hallara pletórico de vida se había extendido más allá de los límites de la gran ciudad, comenzó a pensar en lo absurdamente paradójico de la situación: él, que toda su vida se las había ingeniado para sobrevivir en medio de los demás articulando las mínimas e indispensables interrelaciones, en ese momento -puesto por el destino en la circunstancia de ser único sobreviviente de aquello a lo que ya suponía una abducción o exterminio- deseaba con todo su corazón hallar a algún otro ser humano andando a tientas en medio de aquel inusitado desierto de silencio y desolación. Insistió una y otra vez las mismas alternativas de comunicación que infructuosamente venía ensayando: teléfono, televisión, internet, gritos, bocinazos…ninguno de sus intentos tenía retorno.

Regresó a su calle cuando los albores del nuevo día se anunciaban en el horizonte. El silencio sepulcral continuaba reinando en cada rincón de la que fuera su ciudad y ahora sólo era la cáscara vacía de todos sus recuerdos. Los rostros amados de quienes marcaron su vida se iban haciendo presentes en su memoria. La sola idea de pensarlos ausentes -todos, así, de repente- diluidos en el misterio de lo inexplicable, le sofocaba al punto de hacerlo estallar en lágrimas. Pensó en todas las sonrisas que jamás volvería a contemplar, las voces que nunca más escucharía, las palabras que no alcanzó a decir, las heridas que no alcanzó a sanar, las promesas que no alcanzó a cumplir, las disculpas que no alcanzó a pronunciar…todo le pesaba sobre sus hombros como si un quintal de culpa y remordimientos le hubiese caído sin previo aviso, sin que alcanzara a prepararse, sin la posibilidad de algún gesto que pudiera reivindicarlo.

La angustia y el miedo llegaban a quebrarle el alma.

Otra vez el ascensor respondió presto a su requisitoria. Sin ninguna dilación ascendió hasta su piso, sepulcral y solitario como lo había dejado esa mañana, justo antes de comprobar que por alguna razón que escapaba a su comprensión resultaba ser el único ser viviente del lugar…de los alrededores…probablemente, de todo el planeta. 

El mundo se había acabado y nada ya podía hacer para recuperarlo.

Se dirigió sin pensar hacia la heladera. El hambre le taladraba el estómago como la angustia lo hacía con su cabeza y su corazón. No había probado bocado desde la noche anterior y prolongar también ese sufrimiento se le antojaba innecesario. Comió y bebió hasta que el desconcierto pasó a ser otra vez el tema prioritario de sus pesares. Ninguna respuesta conseguía materializarse como eventual causa de semejante tragedia. A excepción de la vegetación, la repentina disolución de todo ser vivo parecía ser la consigna que se desató en forma imprevista sobre el mundo y nada de lo que intentaba suponer, hubiese sido capaz de provocarlo. 

Nada -sin dudas- podría revertirlo. Imaginar su absoluta soledad en un mundo así sobrepasaba su instinto de supervivencia.

Como la noche anterior el sueño no quiso llegarle como amistoso consuelo. Como la noche anterior, sentía una ansiedad muy particular circulando por su interior, con la diferencia que ahora sí sabía el motivo que la estaba originando. Recordó otra vez los somníferos que su última novia había dejado olvidados en su mesa de noche. Recordó el efecto inmediato que un par de comprimidos demostraran en la víspera. Cayó en la cuenta que el frasco estaba casi lleno. Hizo algunas cuentas. Evaluó opciones alternativas. Los pros y los contras. Las probabilidades casi nulas de hallar en un futuro algún otro superviviente, y de haberlo, la invariable implicancia de sobrevivir deambulando entre las ruinas de lo que antes conoció como urbe y ahora sólo era un cascarón sin vida.

Esta vez no se quitó la ropa, apenas los zapatos. Llenó un vaso con agua y se sentó en el borde de la cama. Adentro y afuera, la inmensidad del silencio seguía abrumándolo. Pensó en ahogarlo con algo de música pero sintió que resultaría hasta irrespetuoso: la humanidad completa desvanecida sin explicación no merecía un agravio semejante.

Débilmente iluminado por el amarillo de la luz del velador, fue tragando una a una todas las pastillas, intercalando breves sorbos de agua para ayudarlas a atravesar su garganta. Al concluir, tomó uno de sus libros predilectos y comenzó a leer. Si debía morir, esa le pareció una buena y dócil manera de realizarlo. 

Comenzó intentando perderse de lleno en la historia, entre mágicos tigres, y espejos y laberintos, buscando olvidar aquella inaudita tragedia y la enorme soledad que lo embargaba.

Apenas alcanzó a leer dos o tres páginas cuando presintió que estaba ya en los preliminares del blando final. Su cuerpo ya no respondía a su cabeza y su mente se envolvía más y más en un inmanejable sopor.


Pese a ello alcanzó a escuchar que alguien -o algo- abría la puerta de su departamento. Claramente…ahora unos pasos se dirigían hacia él.



(dejo intencionalmente abierto el final para que cada quien aporte su particular desenlace)

2 comentarios:

rodolfo dijo...

a veces nos sorprendemos de nuestros propios escritos. Pasado un tiempo, nos parecen frescos. Los releemos y puede que hagamos cambio en el estilo, en las circunstancias..pero el entronque sigue siendo el mismo por que lo que se escribió sigue siendo válido, y son muchos los nuevos amigos que ahora leen lo que no pudieron hacer hace años.
Felicitaciones por tu entrada Mónica, un beso

Juan L. Trujillo dijo...

Un relato claustrofóbico, que nos hace evocar esa vorágine sonora con la que la vida nos castiga, cuando la soledad se hace patente y se respira.
El final se abre a muchas conjeturas, pero nadie mejor que tú para solucionarlas.
Un abrazo.

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